ARTÍCULO

El momento es ahora.

Hoy o ayer una cosa parece evidente. No ha habido en la historia ningún gran salto sin que, previamente, hubiera una propuesta de sociedad que la representara. Por Ignacio Muro Plantearse por qué este momento es adecuado para afrontar la Democracia Económica como objetivo social obliga a preguntarse por qué, en las ultimas décadas, no ha formado parte de la agenda, los relatos y los objetivos de las fuerzas del trabajo? ¿Qué lo impidió?  ¿Es posible afrontar las carencias y retos del trabajo hoy sin una visión social alternativa que oriente las estrategias o limitando las negociaciones al salario y las condiciones laborales? Hoy o ayer una cosa parece evidente. No ha habido en la historia ningún gran salto sin que, previamente, hubiera una propuesta de sociedad que la representara. No hay posibilidad de avance social sin una aspiración de un nuevo modo de vida, de una idea actualizada del bien común. Sin esa idea marcada como destino apetecido no hay posibilidad de articular un movimiento popular ni es posible sembrar una esperanza de cambio que aglutine a los diversos tipos de trabajadores: manuales e intelectuales, profesionales precarizados o contratados como autónomos independientes. No es posible la construcción de un sujeto que encabece ningún cambio sin una propuesta social que dote de estrategia y amalgame a los diversos colectivos sociales interesados. Del socialismo y el Estado de Bienestar El Estado de Bienestar supuso durante décadas una especie de estación Termini, un destino más o menos acabado para las izquierdas de todo el mundo, mientras se desdibujaba el vocablo “socialismo” en tanto que modelo social que profundizaba en una idea democrática plena en sus aspectos económicos y señalaba una transición, un camino. Ese apagamiento de los objetivos de cambio social ha sido el mayor éxito de la ideología neoliberal que ha conseguido que cale en los corazones y las mentes de las fuerzas sociales progresistas la sensación de que No hay Alternativa. Como refuerzo a esa tesis, surgía la idea del “fin de la historia”que no era otra cosa que la voluntad de sancionar el fin de la lucha de clases como motor principal contra las injusticias y por la igualdad, mientras resucitaba la ilusión de un mundo sin ciclos ni crisis, en el que los impulsos de progreso se limitaban al ascenso individual e insolidario, conectado con la ideología del hacerse a sí mismo y la ruptura del vínculo comunitario. Eran mentiras, eran ardides. Las crisis volvieron con más virulencia y los mitos del ascenso social de las clases medias se esfumaron junto a los terribles ajustes sociales sufridos, pero el mundo del trabajo siguió y sigue huérfano de planteamientos que representen el cambio social. En este contexto, algo parece evidente: ni es posible esperar, ni es concebible una idea más inclusiva y precisa que la de democracia económicapara el propósito de aglutinar a las fuerzas sociales. Hay que ponerse a ello. La cuestión es llenarla de la batería de argumentos y medidas que correspondan. Debates de siempre que conviene recuperar A veces hay que irse lejos para dar perspectiva a los problemas actuales. Cuenta Paul Mason en su obra Postcapitalismoque en el fondo de los debates que en los años 20 del siglo pasado dividían a los dirigentes bolcheviques latía la pregunta de en qué medida el sistema socialista podría convivir con el capitalismo y construirse “molecularmente dentro de él”. El debate era político por cuanto la llamada “ala izquierda” representada por Preobrazhenski, concebía la revolución como un cambio político que se haría de una vez y para siempre, mientras el “ala derecha”, representada por Bujarin, consideraban utópica e irrealizable ese planteamiento, al tiempo que intuía la coexistencia, por un largo periodo de tiempo, de modos de producción diferentes en el que determinadas formas económicas no capitalistas (cooperativas, empresas públicas, nuevas formas de propiedad y gestión común, formas participativas del trabajo…) se desarrollarían como moléculas que crecían en un entorno de mercado hasta pasar a ser dominantes. Cincuenta años más tarde, en noviembre de 1971, la Universidad de Amsterdam celebraba una serie de debates entre los filósofos más significativos del momento qué -pásmense el lector- fueron transmitidos en directo por la televisión holandesa. En esa serie ha quedado para la historia la intensa y apasionada discusióncelebrada entre Michael Foucault y Noam Chomsky sobre los rasgos y aspiraciones de la sociedad postcapitalista. El debate refleja el conflicto entre la mirada marxista representada por Foucault (centrado en los conceptos de propiedad privada o pública de los medios de producción y el Estado como poder de clase)  y la anarcosindicalista singular representada por Chomsky, ya escaldado del significado burocrático y antidemocrático que esas ideas representaban en la práctica de los países socialistas. Para Chomsky la idea de postcapitalismo se concebía ya como un espacio asociado a la democracia económica que ponía el acento en el control social antes que en la propiedad.

 “El control autocrático centralizado, sobre todo de las instituciones económicas, se ha vuelto un vestigio histórico destructivo. Y en ese tipo de control incluyo al capitalismo privado, al totalitarismo estatal o a las variadas formas mixtas de capitalismo de Estado existentes.”

El problema no era ya la propiedad sino el control autocrático centralizado. La realidad posterior ha confirmado hasta qué punto las “minorías de control”, de las que los primeros ejecutivos son agentes destacados,  y no la propiedad (“privada”, en la que solo excepcionalmente la mayoría de los accionistas pinta algo; o “pública” pero alejada de los interesados generadores de valor) son las que detentan el poder de decisión. De aquellos debates heredamos las preguntas esenciales que condicionan la sociedad que queremos. Son las mismas de siempre y mantienen plena actualidad.

Por un lado, qué principios organizativos y rasgos democráticos atribuimos a la alternativa social deseada.

Por otra, en qué medida y de qué forma concebimos la transición a partir de “elementos moleculares" que se comportan como embriones del cambio que crecen y disputan nuevos modos de producir bajo el mismo capitalismo.

Por último, en qué medida el control social sobre los medios de producción, que debe ser el objetivo último, necesita apalancarse en formas de propiedad comunes o públicas y cómo conectamos lo uno a lo otro, el acceso a esas formas de propiedad y el control social sobre la gestión.

A partir de ahí, es conveniente asumir un hecho evidente: es la política en el sentido más amplio la que determina los acontecimientos que modifican el peso de unos y otros (la correlación de fuerzas) hasta determinar saltos cualitativos que hacen avanzar los nuevos modos de producir. Globalización: más desigualdad primaria, menos capacidad para las políticas redistributivas.  En el “por qué ahora” pesa tambien el escenario mundial. La globalización ha cambiado el terreno de juego en muchos aspectos: de un lado, acentúa la capacidad del capitalismo  para generar desigualdades; de otro, dificulta la capacidad para corregirlas vía políticas redistributivas al facilitar la elusión fiscal de las grandes corporaciones y de las clases acomodadas. Pero la izquierda, constreñida por la lógica típica del Estado de Bienestar de los años 70, solo parece preocuparse de lo segundo, los déficits redistributivos, sin decidirse a afrontar qué cambios son necesarios en el sistema productivo para combatir y corregir las desigualdades primarias, las que se refieren a la relación entre capital y trabajo, tarea en la que los sindicatos caminan solos planteando batallas parciales aunque sin un objetivo que los oriente. Es imprescindible ampliar la disputa sobre la esencia de la generación de valor económico y social y combinar las batallas micro, es decir las más cercanas y concretas referidas a lo productivo, con las batallas macro, muchos más lejanas y abstractas, asociadas a la profunda reforma de la arquitectura supranacional (incluida la UE) que aseguren una cierta gobernanza global. Aunque ambos espacios son imprescindibles e interdependientes, entre ellos, es necesario dar un paso más: es esencial preguntarnos abiertamente cuál es el margen de autonomía de lo micro, lo cercano, lo relacionado con el perímetro del estado nación. Dany Rodrik, uno de los economistas progresistas de referencia global, señala que las izquierdas se han visto atrapadas en el marco erróneo, elitista y abstracto de la gobernanza global mientras ha abandonado las posibilidades concretas de avance desde la profundización de las democracias nacionales. Comparto ese diagnóstico que he abordado al analizar  la desorientación de la izquierda ante Trump y el neoproteccionismo. Hoy lo esencial es caminar pegado al sistema productivo y a los espacios cercanos en los que la democracia tiene más capacidad de desarrollo (corporaciones locales, regiones, estados) para poder recuperar un sentido de progreso que signifique una ampliación real de derechos y participación social. El neoliberalismo nos conduce al caos Los monstruos actuales que convulsionan el mundo son hijos del neoliberalismo y de sus incapacidades. Y lo peor es que empiezan a encontrar una nueva y peligrosa conexión. Hay un hilo profundo que conecta el primitivismo imperial del que hace gala Trump con la lógica corporativa de la gran empresa global basada en formas de poder unipersonales y cuasimonárquicas, que a su vez enlaza con las pulsiones sociales xenófobas y excluyentes, que pretende enfrentar a los penúltimos con los últimos, y culmina en el comportamiento del empresario más ramplón de una pequeña empresa española, que solo concibe su negocio con contratos basuras y mano dura. El hecho de que la unilateralidad y las restricciones democráticas sean la pulsión que recorre los entresijos de todo tipo de poder, choca con la evidencia de unas nuevas generaciones con una formación muy superior a las anteriores y de unas tecnologías digitales que nos capacitan para formas participativas impensables en el pasado. Seguir impidiendo que la inteligencia colectiva que se destila de esas colaboraciones múltiples se convierta en la principal fuerza productiva es el mayor despilfarro del capitalismo neoliberal. Todo ello muestra la necesidad urgente de un discurso alternativo que genere esperanzas a las mayorías. El modelo actual conlleva caos. Y no habrá solución si no afrontamos una alternativa que incluya otra forma de abordar la gestión del sistema productivo y del poder económico,desde lo global a lo local. No solo hay que diferenciarse en aspectos civiles o culturales ni basta con la dialéctica entre público y privado. Es imprescindible entrar en las entrañas del sistema productivo y en todo lo concerniente a cómo organizar la economía y los sistema de generación y reparto del valor en el sentido más amplio, algo que incluye la sanidad, los medios, la educación y la cultura. Postcapitalismo en ciernes Es posible que sea cierta esa máxima cínica que afirma que “el capitalismo tiene los siglos contados”. Pero puede que no. Hay momentos en que todo se acelera. Lo que es evidente es que el mundo está obligado a pensar ya en términos de postcapitalismo, de qué sociedad queremos para nuestros descendientes que genere las mayores dosis de satisfacción social y bienestar económico. Hoy tiene sentido plantearse si “el error de la izquierda europea y del pensamiento emancipador de las organizaciones de trabajadores consiste en posponer el problema de la abolición de la explotación a la conquista del Estado“.  La pregunta se la hacía, en 1997, Bruno Trentin, sindicalista y secretario general de la CGIL italiana y autor de “La ciudad del trabajo”mientras señalaba que es imprescindible que los sindicatos sean portadores de un proyecto de sociedad y no solo agentes centrados en aspectos contractuales, salariales o normativos. Y lo mismo puede decirse de otras fuerzas sociales. Hoy es necesario recuperar y actualizar todas las iniciativas, con sus pros y sus contras, que alumbran nuevas formas de participación y control de los trabajadores en las empresas; hay que empezar a concebir las diversas formas cooperativas y de trabajo asociado y de economia social como moléculas alternativas que anticipan formas poscapitalistas y que tienen la obligación de perfeccionarse y aspirar a ser hegemónicas y condicionar el funcionamiento del mercado; que es indispensable desarrollar nuevas formas de gestionar el espacio público (singularizando empresas públicas y  organismos) y repolitizar su misión en términos de eficacia asociada a interés general dando la vuelta a los programas de colaboración público-privada que han legitimado el saqueo de recursos públicos por élites extractivas. Toca ya abordar todos los aspectos asociados con la democracia económicaque llevamos tantas décadas sin debatir: sobre cómo mejorar la eficiencia de lo común, de qué forma relacionar la participación en la propiedad con la participación en la gestión diaria o en las decisiones estratégicas;  hasta qué punto es determinante en el resultado la forma de propiedad (publica, colectiva o privada) y hasta qué punto ésta queda subyugada por el control efectivo del poder: de tecnoestructuras que distorsionan “los socialismos”, de stake holders que no lo son (Cajas de Ahorro españolas), de mayorías sociales que no saben cómo gestionar asuntos complejos... cuyos fracasos terminan relegitimando la centralización del poder y que los primeros ejecutivos “asuman en solitario esa pesada carga”. El momento es ahora. Ignacio Muro Benayas @imuroben

 

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