ARTÍCULO

Democracia Económica: ¿el final de un eclipse?

Eclipsedelademocracia El ideal de la empresa democrática ha sido central en el pensamiento progresista, si bien se ha visto oscurecido con la revolución neoliberal y  su reivindicación de la soberanía de los accionistas en el gobierno de la empresa.  Sin embargo, están surgiendo síntomas de una revitalización del ideal de empresa democrática, tanto en el panorama político como en el académico, al calor de trabajos que defienden las mayores eficiencia y justicia del modelos participativos de gobierno corporativo. Por Jose Angel Moreno 
 La aspiración a la democratización de la empresa -recurrente en el pensamiento progresista- parecía en buena medida eclipsada desde comienzos del último cuarto del siglo pasado. Pero, como todo eclipse, no es un fenómeno, por fortuna, definitivo.  Es algo que empieza a apreciarse en el panorama político, en el que sectores significativos de la izquierda retoman la bandera de la participación de los trabajadores en el gobierno de la empresa (como es el caso reciente del Partido Laborista británico)[1], desde la recuperación del convencimiento de que es imprescindible “otra forma de abordar la gestión del sistema productivo y del poder económico”[2].Pero son ideas que también rebrotan en el análisis económico. A ello quiere atender este artículo. El modelo accionarial Para entender el eclipse hay que recordar cómo desde las décadas de 1970-1980 se fue imponiendo en las élites empresariales y en el mundo de la academia la convicción de que era necesaria una profunda reconceptualización del carácter de la empresa: muy especialmente, de la gran empresa cotizada. Una convicción que se convirtió en uno de los pilares de lo que se ha dado en llamar la “revolución neoliberal” y que constituía una crítica demoledora de la viabilidad de una concepción participativa de la empresa. Su finalidad esencial era justificar la necesidad de recuperar el poder de los accionistas en el gobierno de la empresa. Algo que parecía imprescindible frente a la cada vez más notoria escisión entre propiedad y control (entre accionistas y directivos o gerentes) que caracterizaba a la gran corporación moderna. El restablecimiento de la rentabilidad y de la eficiencia óptima, se pensaba, pasaba por devolver el perdido poder de decisión y de control a los accionistas, reorientando la labor de los directivos hacia una finalidad clara y única, que se habría de convertir en el indicador fundamental de la buena gestión: la maximización del beneficio, materializado en el máximo crecimiento posible del valor de la acción. Ha sido una concepción notoriamente impulsada por la ingente transformación que en esos mismos años empezaban a experimentar los mercados financieros, caracterizada por una expansión explosiva de su actividad y por un progresivo crecimiento de la financiación de las grandes empresas por los mercados de capitales y por los inversores institucionales (básicamente, fondos de inversión y de pensiones), para los que la creación del máximo valor posible para el accionista resulta el objetivo prioritario, en la medida en que están obligados a maximizar el valor patrimonial de sus aportantes.  Pero es un enfoque que muy rápidamente encontró un intenso -y seguramente nada casual- eco en el mundo de la academia, en el que se ha venido desarrollando desde entonces una potente línea de trabajo -la “teoría de la firma”-, orientada a justificar la “soberanía de los accionistas” como modelo óptimo de gobierno y gestión empresarial. Presuntamente, el más eficiente, pero también el que corresponde con mayor justicia a las aportaciones de las diferentes partes implicadas en la actividad empresarial, el que posibilita la máxima utilidad social e incluso el único que compatible con el óptimo interés general.  El objetivo radicaba en demostrar que hay contundentes razones económicas (de las que se derivan razones de justicia) que fundamentan que el gobierno de la empresa debe estar en manos de los accionistas [1]. Aunque se han propuesto diferentes argumentos, todos se basan en esencia en un presupuesto común: que los accionistas[2]tienen un papel excepcional en la empresa: 1) ya por ser los únicos agentes que tienen contratos incompletos (que no permiten cubrir todas las incidencias que se pueden presentar a lo largo de su duración), los únicos que realizan inversiones específicas (las orientadas de forma muy concreta a la empresa y que perderían parte de su valor en usos alternativos)  y los únicos, en consecuencia,  que asumen riesgos residuales (los que surgen en caso de mala evolución de la empresa); 2) ya por ser quienes -aún no siendo los únicos- realizan las más importantes de esas inversiones y  asumen los riesgos fundamentales; 3) ya porque son los agentes a cuyo mando se minimizan los costes de transacción en la empresa; 4) o ya porque su control del gobierno corporativo es imprescindible para la maximización del valor de la acción[3]. Son esas -diferentes- excepcionalidades, de las que se derivaría una posición especialmente frágil por arriesgada (que hay que proteger especialmente) o una capacidad de liderazgo diferencial, las que justificarían que se compensase a los accionistas con el monopolio del gobierno de la empresa y de la apropiación del beneficio residual.  En esas razones, por tanto, descansa el fundamento teórico del modelo de gran empresa característico de nuestro tiempo: la que -presuntamente- gobiernan los accionistas, contratando para su gestión a los directivos como agentes al servicio de sus objetivos y a quienes tratan de alinear con sus intereses por medio de remuneraciones que les incentivan -con frecuencia desmesuradamente- a priorizar ante todo la maximización del valor de la acción. La fundamentación de un modelo alternativo Pero son razones que vienen siendo cada vez más sólidamente discutidas – básicamente, desde comienzos de este siglo-  por una línea de reflexión[4]que -desde diferentes perspectivas- cuestiona la fundamentación de este modelo, argumentando en su lugar la justificación económica de una concepción participativa de la empresa (sobre todo, de la gran sociedad anónima cotizada): es decir, la participación efectiva en su gobierno de los agentes que contribuyen a su actividad de manera más decisiva (accionistas y directivos, desde luego, pero también restantes empleados, proveedores y contratistas estratégicos, clientes especialmente fidelizados o dependientes, comunidades locales que padecen particularmente las externalidades negativas e incluso administraciones públicas...). Por una parte, porque el pretendidamente óptimo modelo accionarial presenta debilidades evidentes de gobierno que hacen muy discutible su eficiencia y porque ha conducido a problemas de gravedad incuestionable que, en general,  derivan del intenso cortoplacismo que propicia.  Pero también porque considera que la supuesta excepcionalidad de los accionistas y la presunta necesidad de que gobiernen la empresa para impulsar su óptima evolución están muy lejos de ser evidentes. En ese sentido, un elemento común de esta corriente crítica -por lo demás, muy heterogénea-  es su concepción de la empresa como un sistema eminentemente colaborativo en el que no hay contratos perfectos (todos son incompletos), en el que no sólo los accionistas asumen riesgos residuales y desarrollan inversiones específicas (porque también asumen estos riesgos y realizan inversiones no menos específicas los agentes antes mencionados) y en el que muchas de estas inversiones son así mismo fundamentales para el éxito del proyecto empresarial. De esta forma, la  asunción de riesgos y la realización de inversiones específicas de todos esos actores y, en definitiva, su compromiso con la empresa constituyen un componente imprescindible para el éxito del proyecto empresarial. Por ello, todos esos grupos deben ser considerados como agentes fundamentales (tanto como los acionistas) para la generación del valor empresarial, en la medida en que aportan  recursos esenciales para ello. Una aproximación a la realidad de la empresa que ataca la línea de flotación de las justificaciones económicas de la soberanía de los accionistas y que obliga a recordar que el  preponderante papel de los accionistas en el gobierno coprorativo puede responder no tanto a una presunta excepcionalidad de su aportación y a razones de justicia y eficiencia como a la tan frecuentemente olvidada vieja cuestión del poder. Hacia la empresa participativa Se consolida así una nueva forma de entender la empresa: no ya como una simple agrupación de capitales accionariales, sino como una mucho más compleja asociación de capitales -de recursos- de muy diferente índole, que son aportados por los colectivos que contribuyen de forma más significativa a la generación de valor y que cooperan en función de un interés común que trasciende al interés de cada grupo.Todos los aportantes de esos capitales  requieren de un sistema de gobierno que proteja sus intereses en la empresa. Unaempresa  que  no se entiende ya como un simple objeto de propiedad privada (una mercancía), sino como una entidad de naturaleza asociativa/colaborativa y con identidad propia en la que la cooperación de los diferentes partícipes es esencial y que debe aspirar a una finalidad colectiva: el óptimo valor compartido sostenible; es decir, el óptimo interés común de quienes participan en ella o se ven afectados por su actividad. Algo, claro, que implica un replanteamiento radical del poder en el interior de la empresa, que debe recaer legalmente en el conjunto de la comunidad empresarial, pasando  el sistema de gobierno de ser un instrumento de los accionistas a un instrumento de esa comunidad, en el que deben participar -en medida proporcional a su aportación- todos esos aportantes de recursos imprescindibles: constituyéndose como órgano protector de la integridad de la organización y cámara de conformación del interés colectivo, al que debe orientarse la misión de los directivos. Algo, que responde no sólo a criterios de equidad y justicia (porque posibilita un reparto mas equitativo de los derechos y del excedente), sino también de eficiencia, porque es el criterio de gestión que mejor incentiva el compromiso de todos los implicados con la empresa y sus inversiones específicas. Estamos, por tanto, ante la defensa de la necesidad y la conveniencia  de sistemas de gobierno corporativo plurales: es decir, de avanzar de forma decidida hacia mayores niveles de democracia en la empresa. Y no sólo por razones morales o políticas, sino también -y muy especialmente- por razones económicas. Desde luego, es un plateamiento que comporta indudables problemas  para el gobierno y la gestión empresarial. Pero, al margen de que muchos de esos problemas afectan también al modelo de gobierno accionarial, el modelo alternativo puede aportar ventajas considerables, como revelan los casos de países en los que se han introducido más decididamente elementos parciales (para empleados) de esta filosofía y como revelan también muchas experiencias cooperativas de éxito: mejoras en el control de la gestión, desincentivos al cortoplacismo y a la asunción de riesgos excesivos, freno a la discrecionalidad y a la cooptación del sistema de gobierno por parte de los altos directivos, incremento del compromiso de las partes implicadas y de la confianza entre ellas,  impulso a las inversiones específicas y al aprendizaje colectivo, a la productividad, a la calidad, a la innovación... Al tiempo que permitiría superar muchas de las contradicciones que impiden en la práctica una gestión socialmente responsable sincera y efectiva, así como combatir más eficazmente la enorme desigualdad económica de nuestro tiempo, ya que, con toda probabilidad, incentivaría la reducción del abanico retributivo en las empresas. Son aspectos que sólo pueden apuntarse aquí y sobre los que existe ya una abundante literatura.  Pero junto a todos ello, no debería olvidarse una virtualidad adicional de este modelo de empresa, que es la que explica su potencialidad política: su capacidad para impulsar una mayor calidad en el nivel general de democracia. Porque, como la izquierda más consciente siempre ha sabido, la democracia será inevitablemente débil, parcial y corrompible si no penetra decididamente en las empresas, y muy especialmente en las más grandes y poderosas. Algo que obliga a recordar que el debate sobre el modelo de empresa tiene una dimensión inevitablemente política y que no puede ser cabalmente planteado fuera de esa perspectiva.   [1]    Para un mayor detalle de todo lo aquí planteado, puede verse J.  A. Moreno “Empresa neoliberal vs. empresa participativa: argumentos económicos para la democracia en la empresa”, Dossieres EsF, nº 32, op.cit. [2]    Aparte de la pretensión de ser los únicos propietarios de la empresa, pronto desechada por la mejor teoría económica. [3]    Algunos referentes destacados en toda esta línea argumental son  A. Alchian, H. Demsetz, M. C. Jensen, E. Fama, W. H. Meckling, S. Grossman, O. Hart, O. Williamson, L. Zingales, R. Rajan, M. M. Blair y L. A. Stout. [4]    Ver al respecto la bibliografía recomendada en J. A. Moreno, op. cit. [1]    Contexto en el que cabe entender también la creación en España de la Plataforma por la Democracia Económica(/). [2]    I. Muro, “Democracia Económica, el momento es ahora”, Dossieres EsF, nº 32, Economistas sin Fronteras, 2019, Madrid (https://ecosfron.org/wp-content/uploads/Dossieres-EsF-32-Reivindicando-la-democracia-en-la-empresa.pdf).

 

 

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