ARTÍCULO

II. 7.- Dividendo social y desigualdad

4211361E-7146-49E3-8A58-E8D32678D0D4 La participación de los trabajadores en el gobierno de las empresas no es una propuesta que se agota al implantar nuevos consensos sobre los valores inclusivos de una nueva idea de empresa. Las mejoras en calidad de productos, innovación, eficiencia y competitividad que puedan alcanzarse a través de ella no tienen por qué ser suficientes para reducir la desigualdad. La participación tiene sentido en la medida que permite también ganar influencia sobre el reparto del valor añadido, un objetivo que solo se puede materializar consiguiendo que los trabajadores obtengan una mayor porción de las rentas generadas: bien aumentando las retribuciones directas por su trabajo o bien aumentando las rentas indirectas como consecuencias de su cuota en el capital accionarial. Normalmente, uno y otro nivel están relacionados. Suele ser habitual en Europa que parte de los incrementos salariales, por ejemplo, los generados por incrementos de productividad, se dejen de cobrar y se transformen en acciones sobre la propia empresa que el trabajador puede recuperar en determinadas condiciones o, cuando se jubila, como parte de su pensión. La cuestión es preguntarse por el efecto acumulado de esas políticas sobre la reducción de la desigualdad. En ese sentido, aunque no hay evidencia de que las PFT impulsadas desde la UE hayan tenido efectos positivos contrastados a nivel macro, hay trabajos consistentes[1] que apuntan a que sí lo han logrado en el interior de las empresas participadas cuando la participación alcanza cierto nivel. La razón de su escasa incidencia sobre los parámetros macroeconómicos que miden la desigualdad hay que atribuirla, por tanto, a la escasa cuota que el capital asalariado representa, como promedio, en el conjunto de las empresas.

De un lado, la proporción de la remuneración que procede de la participación en los beneficios tiende a ser pequeña en Europa: alrededor de un 5 % de la retribución total de un trabajador, algo menos de una paga mensual.

Lo anterior es coherente con la cuota de participación del “capital asalariado” en el conjunto del capital social. EnFrancia, por ejemplo, solo en un 16% de las empresas con más de 250 empleados la participación de los trabajadores supera el 10%.

La prudencia de estos resultados tiene que ver, sin duda, con las cautelas de los principios que la Comisión Europea exige a la participación, entre los que destaca el no “provocar un riesgo irrazonable para los empleados”. Se refiere al peligro que se origina cuando los planes de propiedad de acciones constituyen un elemento significativo del ahorro a largo plazo de los empleados. En ese caso, la quiebra de una empresa puede acabar simultáneamente con el trabajo y con las fuentes de ahorro de sus empleados, como lo demuestra el caso de Enron en los Estados Unidos. Para evitar ese “riesgo excesivo”, las recomendaciones de la Comisión van en la línea de convertir los ingresos derivados de las PTF en aportaciones a planes de ahorro para la jubilación no conectados a la propia empresa, desincentivando las alternativas basadas en la percepción en efectivo o en la acumulación de acciones. Sin embargo, hay soluciones que permiten escalar hacia mayores cuotas de capital asalariado que coadyuven a combatir la desigualdad:

Así, de las 11.000 empresas de EEUU sujetas a planes ESOP, del 30 al 40 por ciento tienen el 100% del capital en poder de los empleados lo que significa que se han sabido resolver los riesgos irrazonables potenciando la participación. De hecho, los incentivos fiscales que apoyan a los planes ESOP comienzan cuando los trabajadores alcanzan una cuota mínima del 30% en el capital de su empresa.

Es posible caminar también en la línea socialdemócrata representada por los fondos colectivos de inversión de los asalariados que se implantaron en Suecia en los años 80 del siglo pasado. Esa solución permitía concentrar la participación de los trabajadores de todas las empresas participadas en unos fondos colectivos (de implantación sectorial o territorial) que servían para diversificar el riesgo de quiebra de una de ellas.

En la misma línea, se ha situado la iniciativa sugerida por el laborista John McDonnell que ofrecía un destino alternativo, sin riesgo para el trabajador, para las rentas de participación superiores a una cantidad. Esas rentas pasarían a alimentar un fondo soberano destinado a complementar la financiación de políticas públicas con una lógica de “democratización industrial”.

Este tipo de soluciones eleva el ámbito de participación por encima del nivel de empresa. Y actúa favoreciendo la línea argumentativa por la que no toda la desigualdad primaria se corrige actuando en el ámbito de la empresa, ya que hay elementos esenciales en esa corrección que requieren participar en la elección de prioridades en el largo plazo de la política económica: en el “cómo producir” (gestión del cambio tecnológico, ajustes ante demandas estaciónales, externalización y deslocalización productiva...) y “cómo distribuir los excedentes” (salarios mínimos y máximos, control sobre los bonus de los directivos, bonificar o gravar los beneficios según su destino).
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II.8. Empresas públicas

 
[1] Lo destaca la nutrida recopilación de trabajos empíricos realizada por la European Federation of Employee Share Ownership  EFES. Ver Employee Share Ownership The European Policy, Bruselas, mayo de 2019.    

 

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